Este es un sentimiento que forma parte de mi vida, que me llevó a hacer un viaje atravesando el mundo, un viaje que yo no comencé pero que sentí que yo si terminaba, un viaje que había empezado hacía más de un siglo en un pequeño pueblito del sur de Chile, La Unión, un viaje que yo heredé o que yo me inventé que heredaba.
Se lo dedico a Marisol y Bernardo, que tienen mucho de su corazón en Chile y a toda la familia descendiente de aquella viejita, tan angosta y tan grande como su país.
Aquel día llegué a La Unión, un pequeño pueblito de casas bajas, en su mayoría de madera, dominadas por el campanario de la iglesia, de madera también. Sería una comuna como otra cualquiera de las muchas que hay en el sur de Chile, de no ser porque en aquél pueblito, hacía ya ciento treinta y tres años había nacido mi bisabuela, Emelina Subiabre Peña, La Bis y porque allí estaban sus raíces, a las que no pudo regresar nunca.
Me alojé en el Hotel Unión, que albergaba también el Club Alemán. Era un viejo caserón de dos plantas, de techos altos, con un salón de baile enorme que tenía un anfiteatro con columnas. El camarero de la cafetería me lo enseñó y me dijo que allí se reunían los antiguos colonos alemanes los días de fiesta. El salón estaba totalmente vacío, como el resto del hotel. Todo tenía ese aspecto entre decadente y melancólico que tienen también muchos balnearios antiguos de España y Portugal.
Subí a mi habitación. La puerta era de doble hoja, de unos dos metros y medio de altura y se abría con una antigua llave de hierro. La decoración era austera, como se supone debía ser la vida de un colono alemán: La cama, una mesilla, un armario, un espejo y poco más. En cualquier otro lugar, aquella habitación hubiera sido algo frío y vacío, era enorme y los muebles apenas llegaban a llenarla, pero allí, en Chile, en el pueblo de la Bis, tenía una calidez extraña, una reconfortante placidez.
Había una ventana que daba a la fachada principal, a través de la cual se veía la calle y un descampado enfrente en el que crecía una Araucaria.
Salí del hotel, recorrí el pueblo, fui a la iglesia, al ayuntamiento, al cementerio, al parque municipal…
Hablé con gente, con algún Subiabre, con el cronista oficial (descendiente de alemanes), me fotografié delante del colegio donde la Bis había estudiado, me empapé de todo lo que pude.
Cuando regresé al hotel, subí a la habitación y me senté en la cama, viendo hacia la ventana y la Araucaria que crecía en el solar de enfrente.
Entonces, en ese momento, como si fuese una revelación divina, supe que mi viaje había terminado y supe que ella, mi bisabuela, aquella mujer chilena, centenaria, delgadita, enjuta y valiente, había vuelto por fín a su pueblo en mí y con ella regresaban también mi abuela y mi padre, supe que era el portador de una herencia maravillosa.
Allí, en aquella habitación de hotel desvencijado y antiguo, comencé a llorar como un idiota las mismas lágrimas que había llorado muchos años antes, cuando siendo niño supe que la Bis había muerto.
Lloré sin saber muy bien por qué, como entonces, lleno de una melancolía que el tiempo, poco a poco, ha ido transformando en felicidad.
RAFAEL PRESA TOMÉ